
19 Sep 08:53h
Primero, una aclaración necesaria. El periodismo jamás escribe en primera persona. Pero hay circunstancias excepcionales que permiten tomarse esta licencia.
Hecha la aclaración, vamos a decir que solo los que vivimos aquel diciembre del 2001 sabemos que con el helicóptero no se jode. Hay que decirlo así, sin eufemismos.
Cada vez que alguien agita el fantasma de la caída de Javier Milei, lejos de traer alguna señal de esperanza por el final del ajuste asfixiante, está trayendo a la memoria ese recuerdo fatídico.
El helicóptero despegando de la azotea de la Casa Rosada fue no solamente el final de un gobierno que había llegado con toda la esperanza de componer lo que el menemismo había roto: el contrato social, la recuperación de la institucionalidad.
También fue el principio de un tembladeral, una penumbra, presidentes de transición que se sucedían, uno detrás del otro: Ramón Puerta, Adolfo Rodríguez Saá, Eduardo Camaño y Eduardo Duhalde finalmente. Los muertos, los de De la Rúa y los de Duhalde también, Maximiliano Kosteki y Darío Santillán.
Por los muertos se aceleró el llamado elecciones y así llegó un santacruceño de apellido difícil, allá por mayo del 2003, dando inicio a lo que para algunos fue la década ganada y para otros fue la indeseable era K.
No vamos a entrar en ese debate sino nuevamente en aquel helicóptero que despegaba de la Casa Rosada mientras en las calles se escuchaban las detonaciones, las balas de goma, los gases lacrimógenos, no solamente en la Ciudad de Buenos Aires, en los alrededores de la Plaza de Mayo, sino aquí también en San Juan.
Hubo saqueos en los supermercados, la Guardia de Infantería salió a reventar gente con perdigones de goma, personas que se llevaban comida o hasta algún electrodoméstico. A partir de entonces las vidrieras se cubrieron de chapas, de rejas.
Nadie puede fantasear con que eso se repita. Ni siquiera bajo la engañosa convicción de que sea el remedio a un gobierno que, lamentablemente, no está dispuesto a escuchar ni a corregir lo más mínimo.
Y ese es el principal combustible de las especulaciones del derrumbe de Milei: su propia negación.
Quedó demostrado esta semana. No fue puro mérito de la oposición revertir tres vetos en dos días: el veto a la Ley de Financiamiento Universitario y el veto a la Ley de Emergencia Pediátrica en Diputados el miércoles y el del veto a la Ley de Aportes del Tesoro Nacional, el jueves en el Senado.
Si fuera mérito de la oposición solamente, estaría todo dicho. Pero no. Fue también un reflejo directo de la incapacidad política del gobierno libertario.
El presidente Milei tristemente nunca aspiró a vincularse. Empezó hablando contra la casta e hizo un culto del desprecio por los pares. Aquellas bravuconadas, las ratas en el Congreso, los gobernadores a los que iba a orinar, todo aquello tuvo un efecto boomerang, para sorpresa de nadie.
Entonces, tras la derrota en provincia de Buenos Aires, una elección que absurdamente que Milei se encargó de nacionalizar, la única reflexión de la Casa Rosada fue seguir por el mismo rumbo, achacar el resultado al aparato peronista, y seguir encerrado en la creencia de que todo está bien, de que cada día miles de argentinos salen de la pobreza, de que el salario promedio en este país es de 1.200 dólares y de que la economía nacional se va para arriba como gas de buzo (para citar el glosario presidencial).
Mientras tanto, la bolsa se desploma, el dólar se dispara, las reservas se desangren y la paciencia se acaba.
Tal vez por eso un dirigente del movimiento peronista esta semana, en un chat privado, dijo: ‘esto tiene olor a junco, a junco quemado del Médano’.
Tal vez por esto mismo, aquí en Pelado Stream, la intendenta de Chimbas, Daniela Rodríguez, haya dicho que le preocupa mucho la posibilidad de que Milei no termine el mandato, pero más le preocupa tener muertos en las calles.
PELADO STREAM
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